Si pensamos en un vikingo, es muy probable que lo primero que nos venga a la cabeza sea una mezcla del clásico Conan, el Bárbaro y la figura contemporánea de Thor, revitalizada recientemente por la saga de Avengers.
En esta caricatura tridimensional aparece ante nosotros un ser hercúleo, de la talla de un oso erguido, con una tupida barba comunista, una cabellera rubia o pelirroja, su frente coronada por un casco de gruesa cornamenta y un hacha en la mano izquierda.
Si la imaginación nos domina, también se proyectará en nuestra mente un invariable martillo divino en el puño derecho, cargado con la energía eléctrica del rayo.
Más allá de esta imagen culturalmente idealizada, lo cierto es que los vikingos tuvieron mala prensa en la historia de la humanidad: son retratados como criaturas irracionales, violentas, temibles.
A mediados del siglo IX, el patriarca de Constantinopla, conocido como Focio –escritor bizantino de la iglesia ortodoxa y figura central en la evangelización de los eslavos– escribió este pasaje refiriéndose a ellos: “Una nación oscura e insignificante, bárbara y arrogante, súbitamente ha caído sobre nosotros, como una ola del mar, y como un jabalí salvaje ha devorado a los habitantes de esta tierra como si fuera hierba”.
Nueve siglos más tarde, el teólogo sueco Samuel Ödman esgrime una explicación “científica” en un intento por revelar la causa de esta violencia sin freno con la que los vikingos pasaron a la historia. En 1784, publica su artículo “Una tentativa de explicación de la ira de los antiguos guerreros nórdicos Berserker a partir de la Historia Natural”.
En este artículo, cuyos fragmentos se incorporaron a varios manuales escolares suecos, leemos: “Rara es la tribu nómada que no use la amanita muscaria para despojarse de sus sentimientos y sentidos, a fin de poder gozar el placer animal de rehuir las saludables ataduras de la razón”.
La teoría de Ödman es que la furia de los Berserker, los guerreros de elite vikingos, estaba básicamente causada por el uso del poderoso hongo psicoactivo.
En concreto, la amanita muscaria es uno de los enteógenos de consumo más extendido en los pueblos antiguos. En dosis bajas puede generar euforia y analgesia, pero en dosis altas más allá de las visiones puede ser letal. Es un género de hongos que contiene más de 600 especies entre las que se encuentras las más tóxicas del planeta.
Una vieja teoría es que la furia de los guerreros de elite vikingos,estaba básicamente causada por el uso de un poderoso hongo visionario
El artículo de Ödman no brinda demasiada información al respecto. Lo singular de su texto es que quizás este sea uno de los primeros momentos en la historia en donde podemos observar cómo un comportamiento violento encuentra su causa directa en la ingesta de una sustancia alteradora de la conciencia.
La locura que cura
Varios antropólogos contemporáneos se encargaron de ponerle los puntos a las conjeturas de Ödman, basadas, por un lado, en interpretaciones etnocentristas que respondían al paradigma del racionalismo ilustrado del siglo XVIII y, por el otro, a suposiciones antropológicas e inducciones forzadas.
Quizás el primero en notar una discrepancia en los planteos de Ödman haya sido Antonio Escohotado, quien se detiene, en su Historia general de las drogas (1989), en el citado pasaje del sueco.
Escohotado explica que, antes de la aparición de la antropología comparada como ciencia, los historiadores de la medicina creían que era posible distinguir y separar ciertos conocimientos sobre antídotos y tratamiento de heridas del mundo mágico-religioso en general.
Escohotado explica que el chamanismo es una categoría que empieza a cobrar relevancia con el desarrollo de la antropología y la historia comparada de las religiones.
La figura del chamán ocupa un lugar clave en el desarrollo de la argumentación contra las lecturas encargadas de asociar las sustancias psicotrópicas y enteógenas con comportamientos violentos.
El chamanismo puede definirse como la práctica de entrar en un estado de trance extático para contactar espíritus o viajar a través de mundos espirituales con la intención de lograr algún propósito específico.
El chamanismo puede definirse como la práctica de entrar en un estado de trance extático para contactar espíritus y/o viajar a través de mundos espirituales con la intención de lograr algún propósito específico.
Es una característica de innumerables tradiciones mágicas y religiosas de todo el mundo, especialmente aquellas que están vinculadas a un pueblo y/o lugar en particular.
Escohotado describe así la figura del chamán: “Con su capacidad de viajar a planos sobrenaturales puede combatir espíritus adversos y absorber la impureza ajena, pero no necesita ser aniquilado de modo irreversible. Su campo es el universo maravilloso aterrador de la magia, donde una misteriosa ‘simpatía’ liga todas las cosas, y su función es mediar entre la vigilia y el sueño”.
Entonces, una de las primeras razones para repensar las hipótesis de Ödman tiene que ver con que la finalidad terapéutica de la ingesta de sustancias enteógenas era la de purgar el malestar del espíritu sin incurrir en sacrificios de ningún tipo.
Esto significa que la función del chamán en las culturas antiguas comienza a desplazar, de manera significativa, los ritos sacrificiales en pos de una atención en el cuidado psíquico: ya no es necesario matar para dejar contentos a los dioses. En otras palabras: el chamán funciona como interdicto del pasaje al acto violento.
Su lugar era muy parecido al que Aristóteles le asignaba a la catarsis del género dramático, cuya finalidad terapéutica era producir en los espectadores una purificación de algún modo análoga a la de estos rituales religiosos.
Ahora bien, ¿por qué las prácticas chamánicas fueron prohibidas y censuradas principalmente por la Iglesia Católica en sus procesos de colonización? ¿Dónde estaba el peligro?
En principio, el uso ceremonial de la amanita desarrolló la costumbre ritual de beber la orina, ya que varios pueblos sabían que los principios psicoactivos del hongo pasan sin ser metabolizados por el cuerpo.
En ciertos poemas antiguos “orina” no es un término ofensivo sino una metáfora de carácter noble para describir la lluvia: la bendición de la lluvia se compara a un torrente de orina y las nubes fertilizan la tierra con ella. Una de las prácticas condenadas por la iglesia fue precisamente “la orina de la ebriedad”.
Las razones de una costumbre tan nauseabunda para nuestras pautas tienen que ver, como explica Antonio Escohotado, con que las amanitas no abundan y su posesión era un signo de riqueza.
Los padres de la iglesia prefirieron propugnar una repugnancia genérica y consecuente prohibición con pena de muerte, al reconocer la posibilidad de que la amanita muscaria fuese usada en contextos religiosos, con la expresa finalidad de suprimir todo tipo de misterios distintos a los promovidos por los ritos cristianos.
El hongo del rayo
En Plantas de los dioses. Orígenes del uso de los alucinógenos (1979), Albert Hofmann y Richard Evans Schultes explican que los miembros de algunas tribus de Siberia comían Amanita muscaria. Su uso como enteógeno está documentado desde 1730.
Fue cuando un oficial militar sueco, que estuvo 12 años en Siberia como prisionero de guerra, informó que en algunos pueblos de la región los chamanes empleaban el hongo. De ahí que algunas tradiciones sugieran que otros grupos en esta vasta región boreal, como los vikingos, también ingirieron el hongo.
El contacto de los vikingos con Siberia fue una de las razones del equívoco de Ödman. En su libro Los emperadores de los sueños: drogas en el siglo XIX (2000), Mike Jay sostiene, de manera concluyente, que la relación entre los vikingos y la ingesta de hongos es un mito decimonónico construido en torno a la confusión del profesor Ödman, cuyas especulaciones se basaron en los reportes siberianos que fueron tomados por los botánicos de la época, sin ningún tipo de peritaje, como pruebas irrefutables que explicaban la ira vikinga.
Jay subraya, por otro lado, que en las sagas vikingas tampoco existe ningún tipo de mención o referencia a hongos o plantas estimulantes; mucho menos la idea de que plantas y hongos sean los impulsores de brutales masacres. La otra razón, probablemente, tenga que ver con una interpretación literal de la mitología nórdica. No es casual que Odín, dios de dioses, a menudo haya sido retratado precisamente como una figura chamánica.
Su propio nombre significa, en términos etimológicos, “El maestro del éxtasis”. Thor –uno de los hijos de Odín y otra de las principales figuras de la mitología nórdica– era el dios del trueno. Estos personajes, asociados al fragor de la batalla, fueron demonizados por los misioneros cristianos en los procesos de evangelización.
Pero lo más interesante es que, como explican Hofmann y Schultes, tanto el rayo como el trueno han sido asociados, desde la antigüedad, en distintas culturas, con los hongos. La amanita muscaria es precisamente conocida como el hongo del rayo. En Breve historia de los vikingos (2012), Manuel Velasco cuenta que cuando el dios Odín galopaba sobre su caballo, caía de su boca una espuma roja que al tocar el suelo se transformaba una especie hongo. He aquí el origen mítico de la asociación del hongo con comportamientos belicosos y bestiales. La asociación con Odín y Thor es, como vemos, una lectura casi lineal de estos personajes míticos.
Mitos y animales de poder
En Literaturas germánicas medievales (1966), Jorge Luis Borges y María Esther Vázquez explican que, a fines del siglo IX, el noruego Harald Harfagar quiso tomar por esposa a la hija de otro pequeño rey. Ella le dijo que no se casaría con él hasta que no hubiera hecho de Noruega un solo reino.
Harald juró no cortarse el pelo ni peinarse hasta haber sometido todos los reinos. Diez años después cumplió con su palabra. Para no soportar su tiranía, muchos noruegos emigraron a Islandia. Llevaron armas, herramientas, útiles de labranza, hacienda, caballos. Fundaron una especie de república. Escriben Borges y Vázquez: “El país era pobre; la agricultura, la pesca, la piratería fueron las ocupaciones comunes. No eran incompatibles; ser un pirata, ser un vikingo, era cosa de caballeros”.
De la zona oriental de Islandia, abunda la literatura que narra los combates de los guerreros conocidos como berserker. Borges y Vásquez los describen así: “Los berserker eran hombres bruscamente dotados de fuerza sobrehumana y luego débiles como niños. Eran invulnerables en la pelea, combatían sin armadura o envueltos en pieles de oso (la voz berserker es afín a bear-sark, piel de oso), mordían sus escudos y aullaban. Se convertían en osos, como los licántropos (lobizones, Werewolfes, Werwölfe) en lobos.
De algunos reyes se decía que tenían escolta de berserker, como del caudillo argentino Facundo Quiroga se dijo que tenía un regimiento de capiangos (hombres convertibles en tigres)”. Esta última asociación con el caudillo argentino busca subrayar el carácter mítico de la violencia sobrehumana de los berserker. Como sabemos, muchas veces la historia ha confundido la literatura con la realidad y, en consecuencia, ha intentado explicar, desde la razón, las invenciones poéticas más disparatadas.
Los aspirantes a formar parte de esta elite guerrera se entregaban a un proceso chamánico de muerte y renacimiento: pasaban un período de soledad en la naturaleza, sobreviviendo como su animal tótem. Luego de ese proceso regresaban a la vida social regidos por una nueva moral: la ley de los bosques.
De lo que no hay dudas es que los berserker eran tenidos como chamanes guerreros que entraban en batalla vestidos con un traje ritual hecho de la piel de un animal cargado de sentido divino, un animal tótem. Esto generaba en los berseker una transformación que los llevaba más allá de su propia humanidad y los convertía en depredadores en conección directa con los dioses.
Los aspirantes a formar parte de esta elite guerrera se entregaban a un proceso chamánico de muerte y renacimiento: pasaban un período de soledad en la naturaleza, sobreviviendo como su animal tótem. Luego de ese proceso regresaban a la vida social regidos por una nueva moral: la ley de los bosques. El hombre dejaba de ser un ser humano ordinario y se convertía en un hombre oso. Así, principalmente al momento de la batalla, adquiría la capacidad de ingresar en un estado posesión: la bestia se apoderaba del guerrero y le transmitía su furia y su valor. Para llegar a ese estado extático el chamán guerrero practicaba el ayuno, la exposición a temperaturas extremas y danzas en las que el las que armas y combates adquirían un carácter ritual.
Respecto al uso de psicoactivos, los huecos en la historia generaron una lluvia de hipótesis que van más allá de la amanita muscaria. Por supuesto, el ánimo de encontrar una explicación a la furia vikinga en ciertas sustancias no se detuvo en el hongo: también se atribuye al consumo de bebidas a base de miel e incluso el beleño negro, una planta solanácea con efectos que van de la analgesia hasta la euforia y las alucinaciones.
Las crónicas se limitan a subrayar que los berserker peleaban aullando, rugiendo y haciendo pantomimas sobrehumanas. Como dice la Saga Ynglinga: “Los hombres de Odín entraron sin armadura en la batalla y estaban tan enloquecidos como perros o lobos y tan fuertes como osos o toros. Mordieron sus escudos y mataron a los hombres, mientras que ellos mismos no fueron dañados por el fuego ni el hierro”.
Lo innegable es que los violentos ataques vikingos son un hecho histórico. Que su explicación se encuentre en la ingesta de la amanita muscaria o de otros psicoactivos responde, casi exclusivamente, a una interpretación etnocéntrica, racionalista y desinformada en relación a la cultura, los mitos y la literatura vikinga: una verdadera película de Hollywood en la saga moderna que llamamos prohibición.
“Como todos los hombres, los pueblos tienen su destino. Tener y perder es la común vicisitud de los pueblos”, escribe Borges pensando en la misteriosa cultura nórdica. “Más extraño y más parecido a los sueños es el destino escandinavo”, aclara. “Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido; todo queda incomunicado y sin rastro, como si acontecieran en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes”.
Este artículo fue publicado en Revista THC 127.