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Schultes en las montañas

Richard Evan Schultes, el gran explorador de las plantas visionarias

La Santa Inquisición no sólo asesinó brujas, pobres y herejes, además se encargó de suprimir cuidadosamente gran parte de la farmacopea vegetal europea y también parte de la existente en el continente americano. De eso se trató el trabajo fotográfico de  Richard Evan Schultes.

La diferencia entre los “preparados para ver a Satanás” y los remedios tradicionales vegetales era nula a la hora de prender fuego a una persona o arrancarle algunos miembros.

Las llamadas brujas (o chamanas y curanderas) hacían pociones con solanáceas psicoactivas como la mandrágora, pero también eran las herederas de conocimientos vegetales milenarios. Cuando la humanidad se relajó un poco y la ciencia le ganó la pulseada a la religión, otra vez volvió el interés por las fuentes vegetales de la medicina.

El Siglo XIX es el tiempo del estrellato: los avances en química permiten aislar los principios activos de distintas plantas, sumado al uso del éter o el óxido nitroso como anestésico y, casi pisando 1900, aparecen los primeros barbitúricos.

Para mediados del Siglo XX, cuando todavía quedaban tierras sin mapas y ríos sin develar su naciente, hombres de ciencia se metían en la selva, sin GPS ni teléfonos satelitales, detrás de los misterios de las plantas.

Richard Schultes recolectó 30 mil especímenes diferentes, cientos totalmente desconocidos para la ciencia occidental, y ayudó a obtener varias sustancias químicas hoy usadas en la vida cotidiana

Tenían por delante miles de kilómetros sin explorar, repletos de especies vegetales y animales desconocidos, inmensidades habitadas por tribus sin contacto con el hombre blanco.

Algunos como Richard Spruce o Alexander von Humboldt se retiraron luego de una vida entera de aportes a la ciencia. Otros como Perry Fawcett (y cientos de exploradores que intentaron resolver misterios) desaparecieron para siempre, asesinados por pueblos que se sintieron invadidos, comidos por fieras o perdidos y enfermos en los laberintos amazónicos.

Fue la ciencia la que aportó los últimos grandes exploradores, así los últimos hombres en iluminar las zonas oscuras del planeta no fueron guerreros sino botánicos.

De hecho, fueron las plantas investigadas por ellos las que hicieron que la gente dejara de morir de gangrena por cualquier infección o que los Aliados ganasen la Segunda Guerra Mundial.

Schultes recibiendo una dosis de tabaco en Colombia, 1952.
Schultes recibiendo una dosis de tabaco en Colombia, 1952.

La caza del Teonanácatl

Richard Evans Schultes nació en Boston en 1915. Su primer contacto con las historias de selvas eternas, tribus desconocidas y plantas misteriosas vino gracias al diario que el botánico Richard Spruce escribió durante los 17 años que pasó explorando distintas regiones de Sudamérica.

Schultes lo leyó cuando era pequeño, mientras se recuperaba de una enfermedad. Ese flash juvenil lo llevó a estudiar botánica en Harvard, en 1934.

De casualidad, producto de un profesor poco convencional y un apuro, Schultes encontró la única monografía en inglés que describía los efectos del peyote, el misterioso cactus conocido desde la época de la Conquista y estudiado de manera intermitente desde mediados del Siglo XIX.

Si las plantas medicinales ya por entonces intrigaban a los botánicos, ni hablar de las psicoactivas, todavía casi inexploradas en aquellos tiempos.

Los relatos de experiencias únicas e indescriptibles, más el consejo de su profesor (“Antes que estudiar esa planta, vivila”, le habría dicho), hicieron el resto.

En 1935 viajó a Oklahoma donde no sólo fue uno de los científicos en estudiar el modo de vida tradicional de las tribus nativas norteamericanas, sino que también participó de varias ceremonias de peyote junto a los indios kiowa.

A la vuelta de ambos viajes (el de Oklahoma y el de peyote), Schultes enfocó su atención en las plantas enteogénicas.

Su próximo destino fue Oaxaca, México, en busca del teonanácatl, la planta sagrada de los aztecas.

Hasta ese momento se creía que se trataba del peyote, pero Schultes cruzó la frontera para resolver un punto que invalidaba toda identificación botánica anterior: mientras que el peyote era un cactus que crecía en regiones desérticas, el Teonanácatl era indudablemente un hongo, que se encontraba en zonas húmedas y selváticas.

Una vez en México, en 1938, pudo conseguir teonanácatl y conservar algunos especímenes para llevar de vuelta a Estados Unidos. Se trataba de Panaeolis sphinctrinus.

Ya había sido identificado botánicamente, pero Schultes fue el primer botánico en documentar su uso como sacramento.

Publicó un artículo que pasó desapercibido hasta que Gordon Wasson lo encontró y apuntó su brújula hacia el territorio azteca para continuar sus investigaciones sobre civilizaciones micófilas.

El otro gran aporte de Schultes a la etnobotánica mexicana fue su trabajo con la Ololiuhqui, Turbina corymbosa, que luego Albert Hofmann analizó en los años 60 y encontró amidas de acido lisérgico (LSA).

En las imágenes de Schultes, los nativos por primera vez aparecían como seres mágicos rodeados de un aura de poder (R. E. Schultes)
En las imágenes de Schultes, los nativos por primera vez aparecían como seres mágicos rodeados de un aura de poder (R. E. Schultes)

Un lugar en el mundo

A partir de 1930, con el descubrimiento de la cortisona, la reserpina, la vincoleucoblastina, la podofilotoxina o la estrofantina, todas sustancias obtenidas de plantas con usos tradicionales en la medicina aborigen, la ciencia occidental volvió una vez más a la selva para buscar medicamentos y revisar sus paradigmas.

La penicilina, a la que millones de hombres y mujeres debían su vida, provenía de un moho clasificado como especie vegetal inferior.

Sin embargo, estas expediciones reveladoras venían de largo. En 1850 habían comenzado en Europa los primeros estudios sobre el curare, un veneno amazónico reportado desde los primeros tiempos de la Conquista.

Los animales (y cada tanto algún conquistador) alcanzados por los dardos o flechas impregnados de este veneno caían instantáneamente, paralizados sin perder ni la conciencia ni la sensibilidad.

La farmacología del veneno era asombrosa: el curare no mata por sí solo, sino que provoca la parálisis de los músculos respiratorios. Con respiración artificial, los animales usados en los experimentos sobrevivían la experiencia sin lesiones permanentes.

Estudios posteriores demostraron que el curare era completamente inactivo por vía oral, lo que explicaba por qué los indígenas comían carne cazada con curare sin ningún tipo de envenenamientos.

Durante varias décadas se obtuvieron distintas sustancias cristalizadas a base de muestras de curare sacadas de la selva, pero no fue hasta que Schultes viajó a Colombia en 1941 que se supo que en los preparados se utilizaban más de 15 ingredientes distintos, incluidas plantas que se intercambiaban entre distintas tribus.

Schultes identificó más de 70 especies vegetales que producían las sustancias utilizadas para conseguir el curare.

En la selva Schultes no llevaba armas en su expediciones. Hasta su forma de sacar fotos se diferenciaba de los demás exploradores. En ellas los nativos por primera vez aparecían como seres mágicos rodeados de un aura de poder.

Perdido en el inmenso mar verde de las selvas del Amazonas, Schultes encontró un rincón soñado en la sección colombiana de la jungla. Gracias a la complicada geografía (montañas, valles, ríos y llanuras) allí convivían decenas de miles de especies vegetales.

Ese pequeño pedacito de selva esconde la mayor diversidad biológica vegetal de todo el continente. A lo largo de sus años allí recolectó 30 mil especímenes diferentes, cientos totalmente desconocidos para la ciencia occidental, y ayudó a obtener varias sustancias químicas hoy usadas en la vida cotidiana.

El secreto que distinguió a Schultes de los demás exploradores fue su modo de acercarse a las tribus. No llevaba armas ya que afirmaba que no creía en los indios hostiles: para ser tratado como un caballero hay que portarse como un caballero. Hasta la forma de sacar fotos de Schultes se diferenciaba de los demás exploradores.

Con su cámara marca Rolleiflex, decidió no apuntar de frente y con la cámara a la altura de su cara, ya que de ese modo los nativos, mucho más bajos, se perdían en el encuadre. Accionando la cámara a la altura de la cintura, los indios por primera vez aparecían como seres mágicos rodeados de un aura de poder.

El río Carurú Vaupés desde la lente de Schultes en 1943.
El río Carurú Vaupés desde la lente de Schultes en 1943.

En el trato cotidiano, Schultes se comportó con respeto. Para saber el uso de una planta, argumentando una enfermedad o dolencia, se disponía a utilizar los vegetales que encontraba a su paso.

En ese punto, los nativos le recomendaban la adecuada, al tiempo que le explicaban cuál era el uso apropiado de la planta que él había elegido equivocadamente de forma deliberada.

Así recolectaba y clasificaba todo tipo de plantas que se le cruzaran por delante. Llegó a decir que caminaba con los ojos cerrados, sólo para dejar de recolectar por un rato.

El simple cambio de ángulo, tanto en las fotografías como en la manera de ver a los habitantes de la selva, fue lo que permitió que Schultes viviera durante 14 años recorriendo el Amazonas. Era conocido, querido y respetado en decenas de tribus distintas. De hecho, fue uno de los primeros occidentales en probar ayahuasca.

El ultimo héroe americano

Cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, Schultes acudió al gobierno para enrolarse, a pesar de que votaba con fotos de la reina de Inglaterra porque desaprobaba la revolución norteamericana.

Schultes estuvo durante 14 años recorriendo el Amazonas. Era conocido, querido y respetado en decenas de tribus distintas. De hecho, fue uno de los primeros occidentales en probar ayahuasca

Los planes para él no lo llevarían a Europa, sino que lo introducirían aun más en el Amazonas: los japoneses habían tomado el control de todas las zonas productoras de caucho y la industria norteamericana, tanto la de guerra como la doméstica, corría el riesgo de colapsar sin ese material.

Remontando un río prácticamente no explorado, Schultes cartografió y calculó el potencial que poseía esa zona para producir caucho. Entre dos y tres millones de árboles de caucho poseía la cuenca del Apaporis, el río que finalmente fue mapeado por él mismo.

Su trabajo era encontrar una variedad de Hevea Brasiliensis que resistiera una enfermedad fúngica endémica que destruía los cultivos.

Como profesor de Harvard solía amenizar sus clases mostrando su pericia con una cerbatana o poniendo un balde de peyote en el aula para que todos los interesados pudieran probarlo.

Pasó tres años explorando la región, buscando ese único fenotipo que resistiera y además produjera grandes cantidades de látex. Y lo encontró. Tres años ocupó seleccionando millones de semillas y cuidando personalmente unos 6 mil árboles. Terminó su misión casi al fin de la guerra.

El gobierno norteamericano le dio las gracias y le siguió financiando las exploraciones. Finalmente, Schultes no sólo estaba donde quería estar, sino que además tenía dinero y tiempo para seguir investigando en la dirección que quisiera.

De su trabajo en la Amazonía colombiana, Schultes obtuvo una lista de 1.500 especies clasificadas por uso. Hoy en día, 132 de ellas son utilizadas para enfermedades de la piel, 59 como antifebriles y 94 para problemas respiratorios.

En sus registros recopiló desde anticonceptivos hasta vermífugos (antiparasitarios), estimulantes, insecticidas, venenos para flechas y narcóticos o alucinógenos rituales.

Schultes y los resultados de su trabajo dejaron en evidencia que la única manera de comprender el uso de un vegetal, especialmente cuando se trata de un uso médico, es comprendiendo a la cultura.

Joven Kamsa con una flor de Culebra Borrachero, una variedad de Brugmansia aerea. (R. E. Schultes)
Joven Kamsa con una flor de Culebra Borrachero, una variedad de Brugmansia aerea. (R. E. Schultes)
El jardín de la alegría

A su regreso de la selva, en la década de los 60, Schultes se dedicó a la enseñanza, como profesor de Harvard, siguiendo aquel precepto que dice que el alumno es tan importante como aquel que enseña.

Solía amenizar sus clases mostrando su pericia con una cerbatana, o poniendo un balde de peyote en el aula para que todos los interesados pudieran probarlo.

En sus registros recopiló desde anticonceptivos naturales hasta plantas visionarias rituales. Y los más importante: enseñó que para entender la importancia de las plantas es necesario entender una cultura

Sus trabajos con enteógenos tradicionales lo acercaron a Albert Hofmann, Gordon Wasson, el micólogo francés Roger Heim y otras figuras del mundo más formal de la ciencia psicodélica.

Su gran aporte a la psiconáutica es el gran catálogo Plantas de los Dioses, compuesto junto al mismísimo Hofmann. En él pueden encontrarse casi la totalidad de plantas psicoactivas conocidas por el ser humano, junto a extensas descripciones de las ya utilizadas o estudiadas.

Además de Plantas… Schultes publicó otros nueve libros y cientos de artículos sobre plantas alucinógenas, medicinales, comestibles e industriales.

Las experiencias vividas en la selva marcaron profundamente su concepción del mundo y de la civilización. Tan extensiva como su tarea botánica fue su pasión por cambiar la mentalidad depredadora del hombre sobre la naturaleza.

El interés por los conocimientos botánicos de los indígenas no sólo provenía de un fin económico o laboral, sino también moral: afirmó que más rápido que lo que se extinguían las plantas, desaparecían los que sabían utilizarlas.

Su gran aporte a la psiconáutica es el gran catálogo Plantas de los Dioses, compuesto junto al mismísimo Hofmann. En él pueden encontrarse casi la totalidad de plantas psicoactivas conocidas por el ser humano

Contra todo sentido común, las ingestas de preparaciones medicinales y alucinógenas llevadas adelante por él mismo, no hicieron que Schultes dejara de lado al científico infatigable y pragmático que llevaba dentro.

Cuando este hombre, que se mantenía pulcro y aseado hasta en el Amazonas, sostuvo una larga conversación con Burroughs, éste le contó que su experiencia con ayahuasca había sido demoledora para su psiquis y su espiritualidad, Schultes le contestó con acidez: “Qué divertido, Bill, yo sólo vi colores”.

Murió en su ciudad natal en 2001, con 86 años y más de 30 como curador de la colección de orquídeas de la Universidad de Harvard.

Schultes se fascinó por las variedades de cannabis índica en sus viajes por Afganistán
Schultes se fascinó por las variedades de cannabis índica en sus viajes por Afganistán

Su trabajo no sólo inspiró a generaciones de comedores de plantas mágicas: su pasión por el ecologismo y sus aportes a la medicina y a la conservación de las selvas tropicales durarán mucho más que las especies que llevan su nombre o la reserva natural con su apellido en las montañas de Colombia.

Los problemas que sorteó para alcanzar sus logros definen a este profesional intransigente. Cuando Schultes llegó al Amazonas, comprendió básicamente dos cosas.

Por un lado, que para entender el potencial de la selva se necesitarían cientos de botánicos recolectando ejemplares durante cientos de años, para que luego cientos de químicos realizasen estudios durante cientos de años más.

O simplemente, que podía ahorrarse semejante camino escuchando a la gente que llevaba viviendo por milenios en esas inmensidades, acumulando conocimiento a través de incontables generaciones. Algo así como cerrar los ojos, si se sabe adónde se va.

El camino del maestro

Además de poder leer mucho más sobre el gran Schultes, podés conocer en detalle cuál fue el camino del gran maestro de la etnobotánica.

En este enlace puede visitarse un mapa virtual que recorre el itinerario de Schultes durante décadas de exploraciones.


Este artículo fue publicado originalmente en Revista THC 44.