A Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domènech, nacido en 1904, le bastó sólo uno de sus tres nombres y su primer apellido para pasar a la posteridad. En medio, por supuesto, construyó una de las obras más singulares del Siglo XX.
Para algunos fue un farsante, para otros el espíritu que trazó un sendero impensado entre la genialidad de Velázquez y el desenfreno de las vanguardias artísticas de principios de aquel siglo.
Dalí fue la encarnación, y en parte uno de los creadores, del nuevo genio moderno: multifacético, caprichoso, ególatra, soberbio, contradictorio y provocador. “Los errores tienen casi siempre un carácter sagrado. Nunca intenteis corregirlos”, sostenía como lema en contra de todo orden y su consecuente moral.
Su imaginario fue una verdadera maquinaria psiconáutica. “Tómame, soy la droga, tómame, soy alucinógeno”, gustaba decir. Para Dalí el cannabis era una poderosa herramienta para iniciarse en los misterios de la conciencia: “Todo el mundo debe comer hashish alguna vez”, aseguró.
“Seré un genio, y el mundo me admirará”, prometió mucho antes de la agonía que terminó en 1989. En febrero de ese año muere escuchando la ópera Tristán e Isolda de Wagner, luego de de haber cumplido su palabra.
Aquí una de sus delirantes producciones para la televisión:
https://www.youtube.com/watch?v=pfXI2Ydtd0A