Ayelén Romero Chirizola vive en San Marcos Sierra, Córdoba. Hace diez años ella fue diagnosticada con VIH y se trata con cannabis. El tratamiento antirretroviral le producía malestares que solo logró controlar con la planta.
¿Cuál es tu diagnóstico?
Tengo un diagnóstico de VIH desde hace 10 años. A la par de mi tratamiento, durante el primer tiempo busqué diferentes medicinas alternativas. Hace tres años comencé con los retrovirales y me empezaron a producir muchísimos efectos secundarios. En ese momento, encontré la resina de cannabis como una alternativa y fue lo único que me alivió.
¿Qué beneficios te produce?
El tratamiento a la enfermedad me produjo desde vómitos, falta de apetito y hasta también inflamaciones. Yo vivo en San Marcos Sierra, que es un pueblo cultivador desde hace muchas décadas. Así que la opción la tenía muy a mano. Enseguida empecé a cultivar y a organizarme con otras mujeres. En muy poco tiempo había gente pidiéndome aceite a mí porque veían que me hacía bien.
¿Qué aspectos sociales implica convivir con VIH y usar cannabis como tratamiento?
El VIH, de por sí, carga con un estigma muy fuerte, y la discriminación es muy alta dentro de la sociedad. Y la marihuana, al estar prohibida, aumenta ese prejuicio, indudablemente. Este es un tema que siempre tocamos con los compañeros de la red de cultivadores solidarios. El tema es que las personas con VIH saben de los beneficios de la marihuana hace un montón. Cuando no había tratamientos ni pastillas, la planta era lo único que le traía alegría a las personas, que aflojaba con las inflamaciones y, en ese momento, acompañaba a morir.
¿De qué forma usás el cannabis?
Fumo y hago resina. Hay gente que hace la resina y después la diluye en aceite, pero a mí me sirve dejarla pura y tomarla así. Por lo que sabemos, puede dar más resultado así porque no llevás al estómago ningún aceite sino que lo consumís directamente debajo de la lengua. Cuando tenés una situación gástrica compleja, es una buena forma de administración.
¿Te llevó mucho tiempo el camino de reconocer qué cepa y en qué cantidades te hacía mejor?
Es un trabajo continuo en el que hay que ir probando. A la dosis llega un momento que la encontrás porque es más fácil registrar qué cantidad le hace bien al cuerpo. Pero las cepas siempre están en proceso porque cada vez que sembrás una semilla la planta cambia. Aunque nuestros cultivos son artesanales, accedemos a cromatografías y tratamos siempre de tener un equilibrio entre THC y CBD. Para inflamaciones y dolor crónico, por mi experiencia, el THC es importante.
¿Qué te decía tu entorno sobre al tratamiento con cannabis?
En San Marcos Sierra no hay tabú. De hecho, digo que la medicina me llegó a través del entorno. Con la organización de la que participo ahora habitamos un valle agroecológico que es el 1% del monte nativo cordobés. Somos una especie de guardianas del valle y venimos produciendo medicina a partir del cannabis, pero también a partir de alimentos y haciendo interacciones entre cannabis y monte nativo. Hay elementos que pueden potenciar los efectos como, la jarilla.
¿Qué es la jarilla y qué beneficios tiene?
Es una especie de arbusto que crece en las sierras y que tiene yodo y potasio. Hay muchos estudios sobre sus beneficios para la tiroides, por ejemplo. Combinada con el cannabis logra potenciar a los efectos de los antiinflamatorios.
¿Cómo llegaste a estos conocimientos?
Con la organización venimos estudiando y experimentando en la práctica. Muchas de las personas que formamos parte del grupo se inscriben en las diplomaturas que fueron surgiendo. Soy de la idea que hay que integrar ciencia y saber popular. El cannabis, justamente, nos trae este desafío porque los saberes a su alrededor se construyeron a lo largo del tiempo.
¿Tus médicos entendieron que utilizaras cannabis como complemento del tratamiento?
Yo siempre les planteé que este es un complemento que a mí me hace bien, pero también que –más allá de lo que me haga a mí– es un saber que hemos ido construyendo entre muchos hace tiempo. Nunca tuve una interpelación o demasiada información por parte de los médicos. Por ese motivo, ahora que tenemos una nueva ley de VIH, queremos que el cannabis sea considerada un tratamiento complementario en el vademécum nacional. Eso serviría para que el sistema de salud nos reconozca como usuarios de cannabis y a reconocer a la planta como una medicina que debería estar al alcance de quienes la necesiten. El cannabis siempre existió y formó parte de la salud comunitaria. Los pacientes, los profesionales de la salud y las organizaciones debemos formar articulaciones para acompañar estos procesos. Eso es lo que creo que de a poco empezó a suceder y cada vez hay más personas que deciden involucrarse.
Hablás de la organización: ¿tu historia personal se convirtió en un activismo político?
Sí. De hecho decidimos hacer una carta a las autoridades locales en el 2019, con la ley de cannabis medicinal pero sin la reglamentación. Junto a la organización que menciono, llegamos a presentarnos como cultivadoras ante la sociedad. Era un momento donde se habían hecho allanamientos a distintas personas y yo tenía varias plantas porque producía aceite para otras familias. Alrededor de 30 personas con diferentes diagnósticos firmamos una carta para decir que estábamos cultivando y que queríamos tener un espacio de diálogo con el centro de salud. A partir de este hecho, decidimos armar la organización Alpa Kamasca.